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Actualizado el Martes 29 de Abril de 2014


Mi Maestro y mi tocayo


El escritor rivadaviense Fabricio A. Marquez García accedió a relatar la influencia de Gabriel García Marquez sobre su profesión a pocos días que el gran Gabo emprendiera el viaje.

Tuve una infancia literariamente feliz e irresponsable, en la que buscaba proveerme de libros y revistas de todas las maneras posibles. Prestado, comprado, regalado, robado, cada libro nuevo que caía en mis manos, cada revista, no importaba la vía, era un trofeo para mí, que devoraba con deleite y compulsión.

Lo hice desde niño y siempre fue un juego, no me interesaban demasiado los juguetes, los libros eran lo mío, aunque no me privaba de unas buenas escondidas o algún ocasional partido de futbol, actividad para la cual era muy malo y apenas me soportaban mis compañeros.

Sandokan, Las minas del rey Salomón, Mujercitas, Moby Dick, Nippur de Lagash, Dago, Los caballeros del Rey Arturo, Condorito, Patoruzú, Skorpio, Tiburón, Raíces, Expreso de Medianoche, Savaresse, Humor, Humi, Sidney Sheldon, Billiken, Intervalo, Robin Hood, Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Gigalmesh el inmortal, entre muchos más. Una mezcla anárquica y embriagadora. Mientras tanto, a modo de juego, en las páginas en blanco de mis libros, dibujaba las tapas de los que iban a ser futuros libros de mi autoría, para luego escribir los primeros, en cuadernos Rivadavia tapa dura y en recetarios que me regalaba mi abuelo de su farmacia.

Cuando estaba comenzando a transitar muy lento mi adolescencia, me enteré que daban un taller literario, en la antigua Casa de la Cultura, donde ahora está el hotel, los sábados a la mañana. Nuestra tallerista era Susana Capitanelli, profesora de la UnCuyo, y entre los compañeros y el alrededor conocí gente muy querida, que intervino en mi vida y la determinó de muchas formas, todas buenas. Siempre he detestado levantarme temprano, pero en esos sábados lo disfrutaba. En el taller me pasaron y aprendí muchas cosas, pero tres fueron fundamentales: descubrí la escritura y la corrección, supe que era escritor y conocí a Gabriel García Márquez, mi maestro y mi tocayo.

Empecé a leerlo a lo bruto, con Cien Años de Soledad. Era muy distinto a lo que había leído hasta ese momento, y esa cantidad de gente encantadora y loca reproduciéndose y replicando sus nombres y sus desgracias a través del tiempo, me resultaba abrumadora pero imposible de abandonar, así que le daba para adelante nomás, aunque no estaba seguro de quién era hijo de quién ni en qué momento estaba pasando. Me iba dejando encantar por las historias que se sucedían indiscriminadamente y por el lenguaje, por las palabras, las nuevas y las de siempre, pero dichas con otro ritmo, creando música con la escritura, con un tono desenvuelto y voluptuoso, pero también familiar, que me hipnotizaba.

En poco tiempo lo leí tres veces, la tercera en dos días, sin parar, extrayendo el árbol genealógico de entre la maraña y dibujándolo en una hoja a cuadros. Se podría decir que lo destripé, a mi manera. Ese libro me enseñó las cosas fundamentales de la creación literaria, como ningún otro: que existían los personajes, interactuando entre sí mientras se movían a través del tiempo y el espacio; que se podía narrar poéticamente; que se podían ocupar también las propias palabras, las autóctonas, y que eran tan buenas como cualquiera; que existían las estructuras, de distintas formas y tamaños, que se podían encajar unas adentro de otras y al lado también.

Aprendí la importancia de los buenos comienzos y los mejores finales, esas frases, esas imágenes que quedan resonando en el inconsciente colectivo; entendí que los personajes y sus historias no pueden sustraerse a las circunstancias sociales, económicas y morales de la época en la que se están moviendo; aprendí que el escritor puede inventar sus propias reglas, las que crea necesarias, para poder contar lo que tiene planeado, lo que necesita; descubrí lo que significa el placer de narrar, a través de mi experiencia placentera como lector que a la vez se iba preguntando cómo había sido escrito todo aquello.

Por eso después, cuando leí la historia de la escritura y publicación de Cien Años de Soledad, la de los caminos azarosos que habían recorrido los Doce Cuentos Peregrinos, la del origen familiar de la Crónica de una Muerte Anunciada, entre tantas otras, entendí, comprendí, aprendí lo que es ser un escritor, lo que hace falta de determinación, de azar, de rigor, de locura, de trabajo, de lecturas, de vida, para poder llegar a serlo. Lo poco o mucho que se puede lograr, la obra completa o los textos diseminados, obra pequeña, obra grande, lo cerca o lejos que se puede llegar, lo alto, lo que se puede hacer a partir de una escritura, de un nombre, con una posición política, una ideología, una pasión como es el cine, una vocación como es el periodismo, los amigos y enemigos de grueso calibre que se pueden tener, los pocos, los muchos, los millones de lectores que pueden haber del otro lado del libro, devotos, exigentes, incondicionales.

Pero lo más importante que aprendí de mi maestro y mi tocayo, mientras lo iba leyendo y disfrutando, lo que caló más hondo en el escritor que soy, el que intento ser, es la aventura de llevar a cabo un texto, un buen texto, más allá de lo que pase después con él, de su destino efímero o eterno, secreto o público, no importa, la aventura de fundarlo y llevarlo a buen puerto, de ayudarlo a encontrar las palabras adecuadas, el ritmo, la tensión, de ajustarle cada tuerca, de que diga sólo lo que tenga que decir, nada más y nada menos, que no le falte ni le sobre nada, para darle una última revisada, satisfecha, y recién ahí poder ponerle el punto final.

Colaboración de Fabricio A. Marquez García a la Agencia Regional de Noticias


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